La memoria del hombre
La memoria del hombre
Los hombres se reproducen logrando perpetuarse de algún modo en sus propios hijos. No todos tienen hijos, pero todos tenemos padres, de los cuales hemos heredado unos genes, un apellido, tal vez unas hectáreas de olivar, y un largo pasado. En la memoria de cada uno de nosotros, en el subsuelo, por debajo del inconsciente personal, late un inconsciente colectivo donde hay huellas pertenecientes a los albores de la historia. Los recuerdos del individuo se sustentan sobre los recuerdos de la humanidad. Porque la vida es acumulativa. Vivimos en la azotea de un edificio cuyo primer piso es de estilo gótico, construido sobre una planta baja románica, la cual fue trazada aprovechando unos cimientos ibéricos. Estos cimientos se apoyan sobre la roca donde un día vinieron a guarecerse, tras ser expulsados de alguna parte, Adán y Eva.
Pero hay algo más. Desde esa cueva que sirvió de asilo a nuestros primeros padres podríamos descender, a través de unos corredores que sólo a primera vista parecen intransitables, hasta aquella madriguera donde se cobijaron otras criaturas más antiguas que el hombre. La memoria de la especie humana se remonta a un pasado inmemorial. En lo más hondo de nuestro corazón resuena el eco de un lejano clamor, el rumor amortiguado del sufrimiento animal, del placer animal, del miedo animal. Debajo de la memoria humana hay una memoria insondable que acaba en el engrama o memoria matriz, común a toda materia orgánica. La historia del hombre es una rama de la historia animal, y ésta es una rama de la historia del planeta. No sólo la geografía remite a la astronomía, también el psicoanálisis.
Todo esto explica muchas cosas. Por ejemplo, el hecho de haya personas que no osen subirse a un avión. Sienten hacia el avión una especie de miedo atávico. Saben perfectamente que el avión es el medio de locomoción más seguro; las estadísticas lo han demostrado de sobra y alguna compañía aérea supo expresarlo en un texto publicitario muy elocuente: “Todavía no podemos ofrecer a nuestros viajeros la seguridad absoluta porque todavía hay que ir al aeropuerto en coche”. ¿Entonces? Obsérvese que hablo de miedo atávico; los atavismos no se curan con razonamientos. Ocurre sencillamente que todos tenemos los ancestros animales muy activos dentro de nosotros. Descendemos, por vía directa, de especies biológicas habituadas a vivir en tierra firme. ¿Otra prueba? Cualquier ruido artificial interrumpe nuestro sueño, que jamás es turbado por la lluvia. Y es que aún no estamos bien adaptados para vivir fuera de la selva.
Pero hay algo más. Desde esa cueva que sirvió de asilo a nuestros primeros padres podríamos descender, a través de unos corredores que sólo a primera vista parecen intransitables, hasta aquella madriguera donde se cobijaron otras criaturas más antiguas que el hombre. La memoria de la especie humana se remonta a un pasado inmemorial. En lo más hondo de nuestro corazón resuena el eco de un lejano clamor, el rumor amortiguado del sufrimiento animal, del placer animal, del miedo animal. Debajo de la memoria humana hay una memoria insondable que acaba en el engrama o memoria matriz, común a toda materia orgánica. La historia del hombre es una rama de la historia animal, y ésta es una rama de la historia del planeta. No sólo la geografía remite a la astronomía, también el psicoanálisis.
Todo esto explica muchas cosas. Por ejemplo, el hecho de haya personas que no osen subirse a un avión. Sienten hacia el avión una especie de miedo atávico. Saben perfectamente que el avión es el medio de locomoción más seguro; las estadísticas lo han demostrado de sobra y alguna compañía aérea supo expresarlo en un texto publicitario muy elocuente: “Todavía no podemos ofrecer a nuestros viajeros la seguridad absoluta porque todavía hay que ir al aeropuerto en coche”. ¿Entonces? Obsérvese que hablo de miedo atávico; los atavismos no se curan con razonamientos. Ocurre sencillamente que todos tenemos los ancestros animales muy activos dentro de nosotros. Descendemos, por vía directa, de especies biológicas habituadas a vivir en tierra firme. ¿Otra prueba? Cualquier ruido artificial interrumpe nuestro sueño, que jamás es turbado por la lluvia. Y es que aún no estamos bien adaptados para vivir fuera de la selva.
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